Sunday, December 9, 2007

La tuerta

A Doña Ana de Mendoza (1540-1591)

O, sea que en lugar de salirle al toro del callejón por los cuernos y encontrarse frente a frente con el mundo, prefieren elevarse al 'ascesis' y en sus intentos por alcanzar lo absoluto, aniquilan la posibilidad de concreción... [...] El ensismismamiento estético no es teleología: Extor Henríque Martínez




Nació y creció muy linda. Una bellísima bebita y una adolescente privilegiada hasta que, en una lección de esgrima, le acuchillaron el ojo. Lo perdió por completo. A la edad de doce años, la Corte española decidió que Anita debía casarse con Ruy Gómez de Silva, privado de Felipe II, llamado popularmente el rey Gómez, aunque sólo fue Príncipe de Evoli y, tras este casamiento, Doña Ana y él se nombraron, en boca de sus súbditos, como los Duques de Pastrana. Hubo que llamarla Doña Ana, sin diminutivos.

El accidente, su pérdida del ojo, no evitó que el matrimonio se consumara a la edad de 19 años; pero, ella recordaba el ayer y soñaba con el mañana de un modo distinto al día en que se anunció el compromiso. Quiso ser una monja carmelita y a sus consoladores dijo, una que otra vez:

«Quiero mi ojo». El mismo ojo que perdió a los 15.

Médicos y sacerdotes le dijeron: «No es posible».

Y el esposo añadió: «¿Qué? ¿También has perdido la cordura?»

No la besaba en la boca ni en sus mejillas tersas como manzanas. No había ni ternura en la alcoba. A veces él se reía sospechosamente. Anunciaba, con silencio: ¡Ya tienes una tara! No gustaba que ninguno mencionara La Tuerta ni que se la invitara a su lado en ceremonias oficiales. Pero bien que, años antes, cuando tenía sus dos ojos grandes y hechizadores, le suplicaba un gesto, una mirada, una coquetería que comunicara: También me gustas. Te distingo.

La jovencilla del parche negro fue mimada por sus damas de compañía y siempre preguntaba por Antonio Pérez, todavía no digno del cargo de Secretario del Rey. Desde niña, él la amaba. ¡Por Don Ruy ella no sintió tanto!

¿A quién vio Antonio que fuese más hermosa, enérgica, dulce y, segura de sí misma, durante su adolescencia? A ella... Cuando anunciaron su compromiso con Don Ruy Gómez, Antonio se mordió los labios. Fue un trago amargo. Chorrió su sangre como preludio del accidente en su corazón que guardó sus besos imaginarios como tesoro secreto.

Y ella lo observó. Supo sobre tal sentimiento. ¿Quién tuvo ojos más tiernos al mirarla?

Como ella, él a los 11 años que tuvo, llegó a la Corte, con un pensamiento pre-operacional casi ingenuo. Fue su crecimiento dichoso, al margen de ansiedad y culpa. El pensó que los mitos son ciertos, concreta y literalmente, y alguna vez escribió un poema, donde dijo que si Krishna le ofreciera mil pastorcillas para amarlas, como en los cuentos de Oriente, él las rechazaría. El sólo querría una: ¡y Ana es su nombre!

¿Pero quién era él, súbdito de príncipes, mandadero en la casa real? ¿Quién ante Don Ruy Gómez de Silva y los prohombres de Pastrana?

¡Estar cerca de ella le bastaba, verla con sus damas de compañía, verla en una fiesta, sin el derecho de bailarla, verla sin compartir la mesa, si acaso Doña Ana estuviese sentada!

El no cree que él puede abrir las aguas del Mar Rojo; pero Dios en Moisés las separa. Si Dios hizo el mundo en siete días y su fe, como individuo, se creciera como un grano de mostaza, nunca vivirá en miseria ni en vergüenza ni en esta soledad que es desearla, sin beneficio alguno. El es dogmático, literal en su petición de fe. Dijo: «Quiero que ella me ame y, si me amara, que Dios me arranque un ojo y lo ponga en la carita de mi amada. Un ojo mío por su amor».

Cansada de agotarse en las sombras, Doña Ana dejó de temer a sus disociaciones. El ego le dijo muchas cosas que tuvo en su pasado. Recordó el poemita atrevido de Diego, la tierna mirada que escondía cuando sólo fue un paje en el cortejo del Rey. El lenguaje que había crecido en ansiedad se atrevió a verbalizar: Mi cuerpo sigue siendo muy hermoso. Ruy lo disfruta, pero no lo agradece.

Se decidió a no reprimirse nunca más e infinuidad de palabras aparecieron en su vida después de las imágenes dolorosas que soñaba y las pulsiones de su inteligencia emocional, fantásmica, harta de líbido. Quería vivir, no morirse en vida, por la carencia de un ojo. Siempre su mente fue poderosamente figurativa. Le gustaba, por la educación religiosa, lo que leyó y supo de Las Carmelitas. Se esforzó por algunos conceptos connotativos; pero, si el Espíritu depende del descenso del deseo y la líbido en la carne, se pensó muy lejos del éxtasis. Con su esposo, el sexo es un ritual de la impulsividad y el narcisismo.

Don Ruy se encima, con agresividad, la penetra sin verla. No enciende una luz ni para lamerse sus senos, un aspecto de su cuerpo tan hermoso. El no sabe añorarla ni quererla. Por tuerta, le resta plenitud y perfecciones del carácter. Menosprecia su cuerpo.

Entonces, se escuchó del nombramiento. Antonio Pérez será el nuevo secretario del Rey. Está en la misma categoría que Juan de Escobedo. Han premiado su lealtad, se dijo en la Corte. Antonio piensa para sí que se ha premiado su fe. Por sus responsabilidades, en el servicio real, ante él vendrán aún las peticiones que al Rey Felipe II se le hacen. Sabrá acerca de sus asuntos íntimos. Sus preferidos, sus gustos, sus excentricidades, o soberanísimas jaladas. Oirá de su propia boca cuanto habla en torno a la Duquesa de Pastrana y su esposo.
El rey sabe que es un majadero, malagradecido.

Hará escasamente unos meses que oyó lo que éste dijo: «¡Rey mío, la mujer que casé es muy torpe, inmadura e incumplida! ¡Quiero serle fiel, pero se niega al acto!»

«¿Quieres una concubina? ¡Ténla! Lo concedo».

«Doña Ana no es alegre. En el Palacio que nos díste en Pastrana, se encierra día y noche. A duras penas ante Su Magestad la presento para que cumplamos mis deberes y protocolos, pues ella finge o miente al decir que su cariño de Rey se ha mermado. Se acompleja».


«Haré que Don Antonio, mi secretario, le transmita mis pensamientos. La admiro y la distingo como cuando creció en mi corte y nació de su madre en mi palacio».

«¿Por qué don Antonio y no don Juan de Escobedo?»

«Este hombre es más discreto, religioso y fiel».

El Rey dio una prerrogativa a Ruy Gómez que no ha sido de su gusto. Complicidad real a su lujuria.

«Deshonras una dama porque le falta un ojo, mas, ¿no fue Doña Ana la doncella más bella y amada de la Corte?», preguntó y no le dejó responder. Le hizo señal de que se alejara de su presencia.

E instruyó el Soberano las razones que tenía para que se comunicara a Doña Ana y hacer que volviera al Palacio. Antonio Pérez las comunicó con toda la delicadeza que había en su educación y, aún añadió de su propio amor inconfesado, con discresión para servir a ella de consuelo.

«¿Por qué cree, Don Antonio, que Santa Teresa asevera que se está en pecado al nacer?»

«Pecado es sólo una separación momentánea y temporal de Dios».

«¿Y quién es Dios para culpar el pecado y predeterminarlo en un niño que aún no transgrede, porque vive indefenso en el regazo de su madre?»

«Dios es quien da revelación de ese misterio. Quien enseña el conocimiento meditativo, la vía interna».

«¿Cuándo? ¿Es para otros, no para mí, la revelación? ¿Por qué Santa Teresa la obtuvo y no yo?»

«No esté triste, señora. La Morada de Dios está en todos, Dios es personal y la unanimidad del espiritu humano y sus leyes, viene por causa de la fe».

«¿Y qué es fe? ¿vivir de rodillas, agradeciéndole a Dios que haya perdido un ojo y no tenga el mínimo deseo natural al que el matrimonio me obliga? No soy feliz, don Antonio. Desde los quince años, por razones físicas; por razones morales y emotivas, porque me asignaron de mi edad más tierna un esposo que me piensa menos? ... si, amé a otro hombre....»

«¿A quién?», tembló él a preguntarlo.

«El me escribió un poema; me prefirió sobre las diez mil pastorcillas a la que Krishna hizo el amor; me prometió separar las aguas, si un cominillo de fe surgiera en su alma; pero, palabras... Dios le da la 'mente iluminada' a los Krishnas y las Carmelitas, a los anacoretas y los herejes; a otros, sólo dolor y nos saca los ojos...»

«¡Calla, mujer! No peques».

«Pequé al nacer. Nací en pecado y no se me ha cumplido el sueño que llevo guardado, desde que, en una sesión de esgrima, se me amargó la vida...»

«Dios nos da una oportunidad».

«¡Mira qué oportunidad tan mezquina! Que me veas diez años después sin mi ojo, diez años ultrajada por mi esposo, menospreciada... ¿Dios te ha dado un poco de poder ante el Rey? ¿Para qué? ¿Para que vengas a compadecerme? ¿Te ha dado algo más? ¿Un grano de mostaza de fe para que separes las aguas? ¡No, Don Antonio! ¡Y tan poco que he pedido yo! ¡El ojo, mi ojo izquierdo! ¡O morir!»

«¡No diga eso! Si supiera, mi señora que, si por mí fuera, daría a usted los ojos míos!»

«Médicos y sacerdotes ya dijeron: No es posible».

«¡Sólo Dios hace milagros!»

«¿Qué importa ya que se abra el Mar Rojo o llueva el Maná del Cielo? ¡Son diez años con un parche sangrado y un dolor de mujer que no acaba!»

«Pues yo tengo fe, Doña Ana! Sí, pídale a la Santa».

«Bah… ¿Se sacará ella uno de sus santos ojos para dárnmelo a mí? No sea tonto, Don Antonio. Fe en una santas y santones es fe en algo menos que Dios, o aún menor que un granito de mostaza».

El silencio fue mutuamente hiriente después de lo dicho.

Todavía la vio hermosa. No obstante, intrigante y cruel. Lo comprendió cuando se sacó del corpiño el poemita que Antonio Pérez le dio, 'ay Dios, aún lo guardas'; esto fue como una estocada y, sin evitarlo, a sus ojos los empañaron las lágrimas.

«Amor ya no puedo dar, Don Antonio».

«Yo sí», dijo él llorando.

«¿De veras? ¿Amor esotérico, platónico, amor que no sirva de nada? ¿Amor en Dios, amor en mostazas de fe y carmelitas descalzas?», profirió con irreverencia La Tuerta.

«¡No hable así, señora, que cuando fue usted tan niña, me quemaba el deseo de besarla, quererla, desnudarla! y cuando perdió su ojo habría corrido a ofrecerle los míos... ¡No me hiera así que, aún desde mi celibato, la quiero! y no soy un monje...»

«¿Facilita las cosas si le digo que estoy dispuesta a ser su amante? ¡Téngame! Haga que Dios se cobre mi pecado y los suyos. ¡Que me condene de una vez! no, por ser una niña predeterminada en el pecado original, desde antes de mi nacimiento... Que me condene por no haberle amado, don Antonio. Yo misma perdonaré a Dios por sacar mi ojo izquierdo», decía con una pasión más que amarga.

«¡Nunca pensé que me amaras!», dijo Don Antonio, secretario privado del Rey, ahora acariciando el poemita en el papel que más bien sostuvo entre temblores.

«Mi amor ya tiene precio. No es amor. Es sexo. Cuando tenga la fe de un grano de mostaza, sea hoy o mañana, no pedirá ue pierda uno de sus ojos; quizás le parezca terrible. Quiero que mate a mi enemigo, al que me burla y humilla cada noche; al que se va a buscar el placer con una amante vulgar, una segunda consorte. ¡Asesine a Don Ruy, en secreto! y yo daré mi Palacio en Pastrana a las Carmelitas; seré mujer suya, sin condiciones, y me verá en el Convento, en aras de arrepentimiento o de la espera de un milagro», concluyó ella.

Juan de Escobedo espiaba para el Príncipe de Evoli. Informó el amorío de Antonio Pérez con Doña Ana. Incluso se atrevió a chantajearla. El quería sexo con ella y dinero.

Un día al príncipe se le encontró muerto. Lo trajeron al Palacio de Pastrana gente que lo halló en las orillas de un camino. La sospechosa fue su propia esposa. La Tuerta confesó, falsamente, que lo hizo. Lo mandó a matar. Don Antonio la desmintió, sin inculparse. Algo fue mal. El Rey Felipe II decretó la prisión perpetua de Antonio Pérez por su intriga. Tuvo la prerrogativa de condenarlo a muerte; pero, lo llamó ante sí:

«Don Antonio, tuve fe en tí y en ella. ¡Les amo! pero yo soy el Rey bajo la Tierra, Dios les perdone en su Trono del Cielo».

8-12-1986 / San Diego

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